Por favor, síganme
Por favor, síganme. Pasen a la primera estancia. Aquí ven, en su estudio, al artista: esa persona tan desigual, que cuando se empeña en que la forma es el fondo se torna, momentáneamente, en artista. Y aquí le tenemos buscando algo que no sabe muy bien de qué se trata. Pero lo huele (el olfato, y no la vista ni el oído, es el sentido del arte). Persigue, nos dice, un rastro de ciudad. Va detrás de una libertad “que con tanta facilidad nombramos”. Busca entre los restos de un efímero verano algún poema visual, algún fragmento de orden sobre el abismo, rodeado de algo muy semejante al caos. Y para encontrarlo, en su firme decisión y extremada vigilia, avanza pintando. Camina en tensión, con el pincel en la mano. ¿Le han visto bien? ¿Alguna pregunta?
Vengan conmigo ahora a la segunda estancia. Les invito a recorrer esta sala donde la gente acude, en su condición de público: esas personas tan desiguales que, sin embargo, no se sabe muy bien movidos por qué pulsión común, acuden a esas destartaladas naves que son las salas de exposiciones: bienvenidos a bordo. Intentan entender qué tipo de pasión llevó al artista a disponer líneas y colores de esa forma. Pretenden descifrar qué clase de trastorno (temporal) le dio acceso a esas estancias, cosidos, grapas, anclajes, caminos y fondos que constituyen sus cuadros. A qué obedecen esas variaciones, aproximaciones, evoluciones y distorsiones que rigen el conjunto de las piezas de la exposición. Cuál es el alimento que nos conduce a entrever en una obra el agua y en otra la pecina; aquí el fuego, más allá el rescoldo; quizá la noche, seguramente el brillo del relámpago; en una esquina de aquel lienzo el sueño, en esta otra, mucho más cercana, los signos del olvido.
Y accedan finalmente ahora, si fueran tan amables, a la tercera estancia. Las piezas ya se diseminaron: tal era su destino. Algunas se instalaron en paredes acogedoras, mientras otras, más volanderas, todavía esperan una ubicación algo más duradera. Pero esa que tenemos ahí tan bien acomodada, detrás de tu rostro, parece haber encontrado el sitio y el momento para los que fue creada. Un instante, un lugar. Citaba el autor de estas pinturas, Javier de Luna, a Debussy al decir que “el arte es el más bello de todos los engaños”. Creía estar siguiendo, casi al pie de la letra, los textos de Gamoneda cuando pacientemente desgranaba la “descripción de una mentira”. Pero, ironías del destino, cuando el cuadro se colgó donde hoy está, cuando llegaste a este lugar y te acercaste a él, comprendí que estaba hecho sólo de verdad, para constituir el fondo de tu vida.
Manuel Saravia
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